Hacia el año 1240, mientras estaban en lucha el emperador
Federico II y la Sede Apostólica, y en las ciudades de Italia reinaban las
discordias y rivalidades, siete mercaderes florentinos, por su especial amor a
nuestra Señora, hacía ya tiempo que pertenecían a una asociación laical llamada
"Siervos de santa María", y, unidos por fraternal caridad, habían
dado un espléndido ejemplo de vida evangélica y de servicio a los pobres y
enfermos.
Los Siete, impulsados por el Espíritu, decidieron retirarse
a un lugar solitario para dedicarse en común a la penitencia y la
contemplación. Así, pues, renunciaron al oficio de mercaderes, dejaron sus
casas, repartieron sus bienes entre los pobres y las iglesias y, vistiendo el
sayal "de paño humilde y descolorido", propio de los penitentes de aquel
tiempo, se retiraron primero a una humilde casa fuera de la ciudad; allí,
perseverando en el servicio del prójimo y ayudándole en sus necesidades
corporales y espirituales, dieron un admirable testimonio de caridad.
Más tarde, en torno al año 1245, para apagar sus sed de vida
contemplativa y entregarse sin tregua a la oración, y para evitar también el
peligro de que el jefe de la facción gibelina los obligara a volver a sus
casas, siguiendo el consejo de Ardingo, obispo de Florencia, y de san Pedro de
Verona -quien se encontraba en esa ciudad y aprobaba su espíritu y estilo de
vida-, subieron a la soledad de Monte Senario, no lejos de Florencia, donde
construyeron una casa de "material pobre" y erigieron una pequeña
iglesia en honor de santa María.
Llevaban una vida austera y penitente, en la que algunos
elementos provenían de la tradición eremítica, otros de la cenobítica: se
ganaban el pan con el trabajo de sus manos, salmodiaban juntos, se ejercitaban
en la oración solitaria, se abrían a la palabra de Dios en el silencio y la
contemplación; y no rehusaban el trato con los que, agitados por dudas y
ansiedades, subían a Monte Senario en busca de consejo y de caridad.
Su pobreza fue digna de elogio, como la atestigua el
"acta de pobreza" de la que hace mención la bula "Deo
grata" del papa Alejandro IV: por ella, fray Bonfilio, prior mayo de la
iglesia de santa María de Monte Senario, y los demás frailes prometieron
solemnemente que nunca tendrían cosa alguna en propiedad. Andando el tiempo,
algunos fueron ordenados presbíteros.
Como su fama de santidad se iba propagando, fueron muchos
los que pedían unirse a ellos, y así, con el tiempo, conservando el nombre de
Siervos de santa María, adoptaron la Regla de san Agustín con las oportunas
adaptaciones. En cuanto al hábito que
llevaban, el último redactor de la "Leyenda sobre el origen de la
Orden" refiere que los siete Padres lo vistieron "para significar la
humildad de la Virgen María y como recuerdo de los dolores que sufrió en la
pasión de su Hijo". Por todo lo
cual, en los antiguos documentos, estos siete hombres son llamados con razón
"nuestros progenitores" y "nuestros padres", puesto que
ellos fueron los verdaderos fundadores de los Siervos de santa María. La Orden
empezó enseguida a extenderse por la Toscana y otras regiones del centro de
Italia, contribuyendo a una mayor difusión de la luz del Evangelio y del culto
a la Virgen María.
El obispo Ardingo aprobó los primeros estatutos de los
Siervos de santa María y según datos fidedignos, el papa Inocencio IV les
concedió la protección de la Sede Apostólica y, además, aprobó su género de
vida pobre y penitente. Su sucesor Alejandro IV, en 1256, confirmó la
aprobación de su predecesor con la bula "Deo grata". Finalmente,
después que, gracias a la gestión de san Felipe Benicio, fueron superados los
obstáculos que se oponían a la vida y propagación de nuestra Orden, el papa
Benedicto XI, en 1304, con la bula "Dum levamus" aprobó
definitivamente la Orden de los Siervos de María. En esta última se lee una
importante afirmación sobre el espíritu primigenio de la Orden: "Vosotros,
por la gran devoción que tenéis a la bendita y gloriosa Virgen María, habéis
tomado de ella el nombre y habéis querido ser llamados humildemente Siervos de
la Virgen".
Estos siete hombres, que durante sus vidas habían
permanecido unidos por el vínculo de una auténtica fraternidad, fueron luego
objeto de una misma y única veneración. El papa León XIII, el año 1888, los
canonizó a todos juntos con los nombres de Bonfilio, Bonayunta, Maneto, Amadeo,
Hugo, Sosteño y Alejo. Sus cuerpos se conservan en Monte Senario, en un mismo
sepulcro; así, un solo relicario guarda los restos mortales de aquellos que
habían vivido siempre como hermanos.